martes, 31 de diciembre de 2013

El lugar donde crecimos


¿Hay días o lugares afianzables en este mundo decadente? ¿Hay escenas de la vida por las que podamos sentir gratitud ahora? ¿Existe algún elemento que motive la alegría o la serenidad, aunque se manifieste de forma esporádica? ¿Existen razones para sonreír de vez en cuando sin ironía? 

El lugar donde vivimos. Robert Adams. 2013. 

Cuando naces en una isla lo primero que haces es buscar cómo puedes alcanzar el mar. El mar, añorado paisaje, imprescindible paisaje sonoro.

La casa estaba sobre el brazo de lava que prolongaba el acantilado en el mar. Todavía la veo…Sus tres ventanas blancas y la puerta de madera que daba salida a la terraza se reconocían desde el despeñadero por el que accedíamos. Construida con las manos y con el vigor de la juventud de Papá, significó durante años un refugio familiar contra la monotonía estival. Eran tiempos azules, mirábamos el esplendor de la costa norte de Tenerife a todas horas y creímos que se mantendría así para siempre; impetuoso y alcanzable por las mañanas, condescendiente y cálido por las noches.

Invadía la primera línea de costa sin complejos. Un privilegio que nos permitía sentir el territorio en su forma primera, sin domesticación. Entonces no apreciamos lo suficiente esa prebenda en un mundo hoy lleno. En esos días los lugares invadidos solo empezaban a agonizar. Saltábamos al agua desde los riscos y aprendimos a nadar con libertad. Un lujo que valoramos cuando ya no lo teníamos. En un pueblo sin playa, aquel espacio que hurtábamos a la naturaleza era un regalo divino. Eso nos absolvía.

Entre sus paredes rugosas pero básicas las conversaciones de los mayores tomaban tonos apasionados, como si pensaran que aislados de la civilización encontrarían la inspiración para resolver aquello que les atormentaba a diario. Sobre todo en las sobremesas, plácidas y mansas, después de saborear aquellos abadejos guisados con agua de mar por Mamá y que daban su último estertor servidos ya en el plato. Hasta con la cofradía de pescadores que allí malvivía terminaron. Parias que sofocaban su cansancio durante la mansedumbre de las tardes a cobijo bajo la sombra de las cuevas. Estaban predestinados al desvanecimiento más pronto que tarde.

Cuando has nacido en una isla lo primero que haces es buscar cómo puedes alcanzar el mar. Ojalá tuviéramos el consuelo de tenerlo cerca.

Pero el salitre terminó haciendo su papel. Lo que era blanco en la casa tornó a gris implacable y el goce de tener la familia a un palmo del mar también se fue apagando. ¿Qué esperábamos? Fue la inercia de la vida y el peso de la rutina de los años. Todos lo sabemos aunque no lo digamos. El tiempo, despiadado elemento capaz de enterrar casi todo. A menudo pienso si mis hijos tendrán la oportunidad de disfrutar de lugares como aquél…corríamos descalzos por el Llano esperando la noche. Noches que eran extrañas, incivilizadas pero estrelladas, amabas quedarte de madrugada a observar cómo se posaba la luna sobre el mar.

El progreso interesado también ayudó a derribar el lugar donde crecimos. No fue el único, otros cayeron antes pero Radazul y el hotel del Médano se mantienen. Con el Hotel Papagayo no han podido, tampoco con el edificio de envasado en Taguluche. Algunos indocumentados aún los defienden. Atentados ambientales que siguen ahí, quebrantando límites vitales. Hundirán otros en su lugar, las jerarquías de esta vida avasallan en ausencia de lucha.

Es ahora cuando el recuerdo de aquel lugar regresa tan consolidado que casi se puede tocar. Soy capaz de sentir en mis manos la áspera textura de las paredes de aquella casa. El frescor interior que daba la bienvenida, agradable recibimiento que no podías eludir en aquellas arribadas donde el calor resbalaba por la piel...Buceábamos como ballenas en alta mar y no pasaba nada. No es imaginación, es memoria contra la pérdida. Memoria que nos permite sobrevivir en este mundo de desatinos.

Ahora que al cabo de tantas visitas a lugares inefables reparo que el ser humano, de un modo u otro, acaba por alterar su idea de lugar donde ser feliz, sin ubicarlo ya en alguna zona real o en un espacio concreto, sino en postales manufacturadas o en casas de caprichoso diseño; ahora que he advertido todo eso, puedo colocar mi residencia eterna en el lugar donde crecimos. En la soledad de los pensamientos nocturnos, he visto procesiones de sirenas en el paraíso, desde los riscos se sumergían desnudas en purísimas aguas. Estaban en el lugar donde crecimos.

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