jueves, 25 de agosto de 2011

Serie Verde; Reducto de biodiversidad


La lluvia arreciaba. Las gotas de agua caían como lanzas. Separadas, gordas, los impactos en la piel eran contundentes pero estimulantes. La niebla, espesa, no dejaba ver a más de dos metros. Abrazaba todo el entorno en un conjunto mojado y verde con un toque onírico. El agua discurría por los cauces y los barrancos siguiendo la ley de la gravedad con prisas. Empapaba el musgo sujetado en los troncos del fayal-brezal, anegando y alimentando los espacios arbustivos en los alrededores del Roque de Taborno, en el macizo de Anaga. El aguacero provocaba que la tierra no pudiera filtrar más líquido. Saciado del oro blanco, el terreno rezumaba y los charcos se hacían más profundos. La imagen era frondosa, húmeda, vital.

Y sin embargo, más abajo, solo a cincuenta metros se lograba distinguir el poderoso y simétrico Roque de Taborno. Su silueta emergía como impasible centinela a casi setecientos metros sobre el nivel del mar. La niebla, transformada en finas cortinas que se desplazaban dirección norte, aclaraba la irrupción de un paisaje luminoso. Una costa rocosa y arqueada comenzaba a vislumbrarse en dirección noreste. Cincelada por remotos desprendimientos geológicos. Sus restos, estratégicamente situados mar adentro, asemejaban un metafórico movimiento estático de nueva aproximación a una bahía acantilada. El Roque de las Bodegas, ya atracado en la orilla, era el pionero. Sus acompañantes, al compás que marcó la geología, seguían al buque insignia en una suerte de embarcaciones involucradas en una contradictoria carrera permanente, inmóvil. Todos parecían desear regresar para recomponer parte de una costa mutilada a base de golpes telúricos. Como queriendo escapar de un mar frecuentemente irritado.

El clima es un personaje protagonista en el teatro natural que es el macizo. La variedad de orientaciones e inclinaciones de sus tierras han permitido la influencia de diferentes climatologías. El resultado, microclimas de características variadas y una divisoria que parte en dos el macizo; el norte, exuberante, húmedo y fresco; El sur, agostado, sofocante. Pueblos como Valleseco, María Jimenez, San Andrés, Igueste o ese monumento a la calma que es Antequera conocen la sequedad del macizo.

En las eras, resquicios olvidados por cada arista, cada roque, cada pitón, los oriundos del parque natural de Anaga lograron labrarse un porvenir. Un esforzado destino construido a base de intentar vencer una tierra que sabían fértil por el influjo de una climatología diversa. Escalonada en bancales ante el vértigo de sus estribaciones, el agricultor y el ganadero, entendieron la orografía como parte integral de un entorno sinuoso pero al que debían adaptarse. Nunca como accidentes geográficos insalvables. Así prosperaron en un espacio de extraordinaria dureza. La supervivencia dependía de modificar la tierra con sus propias manos ante la dificultad de introducir máquinas que facilitaran su labor. Fuerza y tesón indispensables que inevitablemente marcaron su carácter. También la nobleza. En un territorio donde la distancia y el aislamiento son protagonistas, la generosidad y la honradez son compañeros de viaje imprescindibles.

Ellos crearon Bejía, Los Batanes, Las Carboneras, Taborno, Afur….Taganana. En el mismísimo confín de Anaga….Chamorga. Y, aún más allá, el pueblo pescador de Roque Bermejo. Pequeños tesoros de gran riqueza natural vinculados antaño por precarias pistas cuyo recorrido se hacía eterno. Hoy, sin embargo, agonizan culturalmente. La necesidad de otro tipo de progreso y la perseverancia de sus pioneros para proporcionar a sus vástagos un futuro distinto al pasado que ellos tuvieron que asumir, facilitaron la diáspora campo-ciudad. Un éxodo intensificado por unas condiciones económicas y demográficas menguantes. Círculo vicioso de difícil ruptura cuando se continúa amenazando las virtudes paisajísticas de un espacio que es uno de los tres grandes pulmones de la isla de Tenerife y la materia prima de nuestra industria fundamental. Una dinámica escasamente revertida por quienes ocupan las alturas del poder, empeñados en ofrecer cantidad en lugar de calidad. Hoy, los hijos de Anaga, integrados en los movimientos internacionales de turistas, solo vuelven de visita.

Imagen 1: Hacia la vertiente sur de Anaga. E. Acosta
Imagen 2: Roque de Taborno. E. Acosta

jueves, 11 de agosto de 2011

Serie Verde; Sensacional desierto


¡Estas soledades desnudas, esqueléticas, de esta descarnada isla de Fuerteventura! ¡Este esqueleto de tierra, entrañas rocosas que surgieron del fondo de la mar, ruinas de volcanes; esta rojiza osamenta atormentada de sed! ¡Y qué hermosura! ¡Sí, hermosura!

Miguel de Unamuno. Durante su destierro en Fuerteventura. Marzo/Julio 1924.

La última nube aparecía sobre ese monumento natural que es Tindaya en el municipio de La Oliva, en Fuerteventura. Un viento leve la trasladaba hacia la zona de Tefía. Como queriendo conservar su húmeda consistencia, huía de los resecos llanos que llevaban reclamando su sombra y su agua durante toda la jornada. Su envergadura inicial, sin embargo, adelgazaba. Después de un breve tiempo, desaparecía. Evaporada, vencida, debió sucumbir al entorno ardiente que la acosaba. El cielo quedaba libre salvo por la flaca estela de un reactor que marcaba la bóveda celeste por breve tiempo.

En algunos días de verano, el calor abrasa tanto que justificaría un asesinato semejante al cometido por Meursault en El Extranjero de Camus. Pero la violencia humana es antagónica a este paisaje yermo. Azotada por un sol implacable que se arroja sobre el territorio desolado, la vida humana se expone al rigor de una tierra baldía por su esterilidad. Los propios elementos naturales son los que ejercen la violencia. Castigan con inclemencia este entorno, doblegando a todos aquellos que algún día osaron instalarse en él, albergando alguna posibilidad de progreso. No es extraño que nos topemos con escombros de lo que en el pasado fue algún caserío. Vestigios hoy, de algún esforzado pero malogrado proyecto agrícola o ganadero.

Esta tierra agrietada, pedregosa y teñida de un marrón uniforme ya no recuerda la última vez que el cielo le prestó agua con frecuencia continua. Aquí solo son capaces de subsistir diferentes ejemplares, no muchos, de cardones, tabaibas o aulagas, tan acostumbradas a la austeridad y a la frugalidad que cualquier signo de abundancia acabaría con sus vidas. Y sin embargo, este sensacional espacio desértico esconde potentes factores de seducción a quien sepa mirar. Su tremenda capacidad para evocar la quietud, la soledad y el sosiego son sus principales fortalezas, únicamente desbaratadas por el ruido que pueda imprimir otra presencia humana. Valores seguramente apreciados en exceso por el viajero que solo está de paso procedente de lugares donde aquéllos escasean en grado sumo, consecuencia de las servidumbres de lo que llaman progreso. Aquí, estas presuntas fortalezas son auténticas calamidades para aquellos que tienen que soportarlas pacientemente como un castigo divino, jornada tras jornada.

Cuando cae el sol, las escasas cumbres, descarnadas y erosionadas por el tiempo, comienzan a apagar su marrón. Las siluetas de sus sombras prolongan sus picos hacia Puerto del Rosario. Se estiran sobre el terreno caldeado proporcionando tregua a todo aquello que tenga la suerte de encontrar su vertical. El resto del territorio conservará aún la temperatura hasta que la noche aparezca como un jarro de agua tibia. El viento deja de ser áspero y se vuelve suave, también más rápido. Procedente del litoral más cercano, probablemente el de Los Molinos, es capaz de trasladar el salitre de la costa hasta los lugares más recónditos. La quietud y el sosiego se mezclan entonces con cierto nivel de desespero. También de algún grado de temor. La oscuridad tiende a augurar malos presagios en un escenario donde solo es posible distinguir las siluetas lechosas de las cumbres más cercanas. Pero el miedo es solo una cuestión cultural. La ausencia de contaminación lumínica permite que el firmamento se muestre con toda claridad y esplendor. Facultad devaluada en zonas supuestamente civilizadas que en este lugar lisiado por los elementos admite permanente contemplación. Se convierte así en el único elemento de orientación al tiempo que posibilita enjugar la soledad.

En la lejanía, como hacia el Valle de Santa Inés, brotan algunos puntos luminosos en la negrura. Sus pequeñas dimensiones proporcionan una idea de la distancia que nos separa y sirve para fijar posiciones. También para pensar en el accidente que suponen varios puntos luminosos acumulados en un mismo espacio. Proyectan la posibilidad de existencia de cierta vida humana organizada. Allí estarán sus moradores, protegidos de las inclemencias escuchando el silencio nocturno. Como todas las noches aguardarán la aurora para continuar en la mañana, muy temprano, intentando domeñar una tierra ingobernable. Destino inexorable de los que pueblan estas tierras que ni la propia administración local ha sabido mitigar.

Imagen 1: Hacia la costa de Los Molinos. Fuerteventura. E. Acosta
Imagen 2: Hacia La Oliva. Fuerteventura. Al fondo, a la izquierda, Tindaya. E. Acosta

domingo, 7 de agosto de 2011

Serie Verde; Una isla de emociones inéditas


…al poco tiempo de mi arribo, la isla se me entregaba de forma tan gloriosa, que el acto de poseerla en tiempo y espacio, con su desnudez y laxitud, colmaba mi espíritu de tales luces y encandilamientos…

Mararía. Rafael Arozarena. 1973. Pág. 161.

En verano, los destellos que emite el sol durante las primeras horas de luz proyectan sobre La Graciosa una sombra recortada que coincide con las crestas más irregulares del poderoso acantilado de Famara. La Graciosa, separada de Lanzarote por El Río, el brazo de mar reposado que se interpone entre ambos hitos, se asemeja, desde las alturas del mirador del mismo nombre, a una gran plataforma desprendida de la base del risco de Famara. Con ello parece como si el islote pretendiera adquirir una condición propia y una leve independencia de la isla de los volcanes. Desde la soledad del caserío de Pedro Barba, en cambio, la pequeña isla aparenta la vanguardia que precede a esa gran proa lanzaroteña que es Punta Fariones.

La Graciosa forma parte de la Reserva Natural Integral denominada archipiélago de Chinijo, un pequeño archipiélago integrado por Alegranza, Montaña Clara y los Roques del Este y del Oeste, dentro de otro archipiélago más grande. El Chinijo es una metáfora real del concepto de cajas chinas o matrioskas rusas donde el elemento más diminuto es el núcleo que encierra tesoros de gran significancia, proporcionando personalidad a los elementos externos que lo contienen. En el caso del Chinijo esos valores son una muestra representativa de lo que guardan las Islas Canarias desde el punto de vista ambiental; biodiversidad, volcanes que derramaron su lava en tiempo inmemorial, playas poco exploradas, zonas asoladas por el desierto y una amplia gama de colores que jalonan su territorio.

Son pocos los enclaves donde pueda experimentarse ese momento vital donde la vida humana organizada, con sus servidumbres, no ha llegado aún de forma masiva. Esa relativa ausencia de civilización y de normas es la que facilita comportamientos de comunión con el entorno natural; dormir al aire libre en la Bahía de El Salado, sin más preocupación que admirar el firmamento, es una experiencia visual enriquecedora; caminar descalzo por las calles de arena clara de Caleta del Sebo, una gratificante novedad; disfrutar del mar en cueros en la playa de las Conchas, una necesidad natural; ascender a Montaña Bermeja y admirar los islotes del Chinijo, un esfuerzo reparador. Actuaciones alejadas de la regla que convierten a La Graciosa en un enclave que regala emociones inéditas en otros entornos, castigados por eso que denominan progreso; la expansión indiscriminada del hormigón y del cemento, esos dos baluartes de la incontinencia constructora que nos ha azotado recientemente.

La Graciosa comenzó a ser poblada durante los años 30 del siglo pasado por individuos pioneros que consideraron el lugar apto para desarrollar labores de pesca permanente. Desde ese momento la población en la isla se sitúa entre las 600 y 700 personas. Sin embargo, el hombre y su actividad aún son una excepción frente al devenir natural del espacio. Por ello los sonidos que genera el ser humano, su volumen, su cadencia o su mera existencia se vuelven extraños, insólitos, como diferentes. Son la excepción en un espacio donde el protagonismo auditivo lo acaparan el mar, el viento, las especies que tiene en la isla una breve estación de paso o su morada permanente y todos los hitos naturales del espacio que caracterizan a La Graciosa. Una delicada sensación solo al alcance de los sentidos del viajero que preste más atención.

Sin embargo, las amenazas también azotan a La Graciosa. La sobreexplotación de los recursos pesqueros, la actuación indiscriminada e ilegal de los furtivos, el vertido irresponsable de aguas residuales, la introducción de algunas especies exóticas, la presión creciente del turismo…, son algunas de las principales amenazas de un entorno a proteger, cuya singularidad es, por encima de todo, su valor fundamental.

Imagen 1: Playa de La Cocina y Montaña Amarilla. E. Acosta.
Imagen 2: Playa de Las Conchas, bajo Montaña Bermeja. E. Acosta.